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Esta historia es parte de la serie Bosques Olvidados de Landscape News.
Las turberas escocesas se han convertido en ejemplo de una de las preguntas más frecuentes del actual ambientalismo: ¿plantar árboles es siempre una buena idea?
Flow Country en Escocia es un paisaje de turberas, montañas y amplios valles con ríos (estos últimos conocidos como straths en inglés) de 400 000 hectáreas que se extienden a lo largo de los dos distritos localizados en la parte septentrional del país: Caithness y Sutherland. Hoy en día el lugar es un paisaje apreciado y propuesto como Patrimonio de la Humanidad, tanto por su belleza como por los beneficios que ofrece.
Aves como los zarapitos (Numenius arquata), que anidan en el suelo, la Tringa nebularia y el playerito común (Calidris alpine), así como mamíferos como el ciervo europeo (Cervus elaphus) y las nutrias (Lutra lutra) viven en sus tierras suaves y aguas oscuras que obtienen su color de la materia en descomposición conocida como turba. El suelo grumoso y anegado está salpicado por juncos y cubierto con musgos de turbera de color verde intenso.
“Es verdaderamente uno de los últimos lugares silvestres de Gran Bretaña, y también la mayor zona de pantanos de la región” dice Tom Sloan, investigador de la Universidad de York.
Las turberas son un tipo de ecosistemas de humedales cuyos suelos están compuestos casi completamente de material muerto o en descomposición, que se desintegra lentamente a lo largo de los años en condiciones de anegamiento. Casi todos los países del mundo cuentan con turberas, y en total cubren cerca del 3 % de la superficie de tierra a nivel mundial. Además de ser el hogar de una biodiversidad única y significativa, son uno de los ecosistemas más eficientes en la captura de carbono: duplican los índices de almacenamiento de carbono de todos los bosques del mundo.
Pero con frecuencia, estos ecosistemas pantanosos, a los que es no es fácil acceder, tienen una imagen poco favorable y las ciénagas en Flow Country no son la excepción. “Si revisas las descripciones de los siglos XVIII y XIX, siempre se les describe como lugares sombríos”, señala Sloan. “Hay una tendencia de ver a estos ambientes como inhóspitos e improductivos”.
A principios de la década de 1800, en una carta al famoso novelista escocés Walter Scott, el geólogo John MacCulloch describió a las turberas como “repugnantes e interminables (…) un desierto de oscuridad, soledad y muerte (…) Si había una espiga de pasto en algún lugar, quedaba escondida por los oscuros tallos de los negros y lodosos juncos, y por la corriente amarilla y melancólica de las ciénagas”.
En ese contexto, cuando el Gobierno británico ofreció incentivos fiscales a nivel nacional en las décadas de 1970 y 1980 para plantar árboles y con ello incentivar la producción de madera e incrementar la cobertura de superficies arboladas, las turberas aparentemente improductivas y sin valor de Flow Country se convirtieron en las principales candidatas para este fin. En aproximadamente el 17 % de la región se plantaron coníferas exóticas, principalmente de la especie de pinos Pinus contorta y Picea sitchensis.
Desafortunadamente, el lugar no era la ubicación ideal para este tipo de forestería. “Los árboles que han sido plantados ahí no son maderables de buena calidad”, explica Sloan; “no se puede extraer lo suficiente como para comercializar en muchas circunstancias, debido a las condiciones de humedad en las que crecen”. Pero las políticas no especificaron ninguna restricción relacionada con la calidad de la tierra, y en Flow Country la mayoría de los inversionistas fueron individuos adinerados que buscaban minimizar el pago de sus impuestos, más que iniciar proyectos forestales sostenibles y redituables.
Inicialmente, las preocupaciones de los ambientalistas sobre los impactos estaban relacionadas con la biodiversidad. Para dar a las plantaciones mejores oportunidades de supervivencia en las ciénagas anegadas, se drenó y aró la turba para crear bordes secos y mantener las raíces de los árboles fuera del agua. Esto destruyó el hábitat de muchas especies clave, particularmente los característicos nidos a ras de suelo de las aves en las ciénagas, que se volvieron presa de predadores como los zorros rojos (Vulpes vulpes), la corneja cenicienta (Corvus cornix) y las martas (Martes martes) conforme la cobertura forestal aumentó.
Investigadores como Sloan están explorando las consecuencias en la capacidad para almacenar carbono de estas plantaciones. Él y sus colegas han observado que en donde se ha reducido el manto freático para dar paso a la forestería, la turba comienza a compactarse, comprimirse y oxidarse, liberando en estos procesos carbono en el aire.
Ahora los investigadores y los líderes comunitarios cuentan que esta medida tiene una moraleja para todos. “De muchas maneras, tenían buenas intenciones”, afirma Sloan, “pero la forma en la que se llevó a cabo generó consecuencias inesperadas”.
“Ahora, la pregunta es si esto se compensa con el carbono que queda atrapado en la biomasa de la madera”, señala Sloan. “Pero los resultados de nuestros estudios nos dicen que este no es el caso, todavía tenemos una pérdida neta”. Además, la madera, en su mayoría de baja calidad, obtenida en Flow Country se destina principalmente a combustibles. “Por lo que incluso el carbono que queda almacenado en los árboles probablemente regresará rápidamente a la atmósfera”, asegura.
Este tipo de aprovechamiento forestal puede hacerse de manera completamente positiva desde una perspectiva de carbono en algunos lugares como los humedales de bajas alturas de Finlandia, donde se pueden producir con muy poca perturbación grandes volúmenes de madera de alta calidad, y luego atrapar el carbono en muebles y materiales para construcción por cientos de años. “En términos generales, en muchos lugares, plantar árboles es una idea maravillosa. Pero específicamente en Flow Country ha sido una iniciativa cuestionable. Lo que pasó fue la consecuencia inesperada de una política que tenía buenas intenciones, pero que podría haberse pensado mejor”, sostiene Sloan.
Todo esto sirve como un caso de estudio para la pregunta general sobre la eficacia de plantar árboles, tema que ha sido sujeto de un número mayor de conversaciones, dado que la plantación de árboles se ha vuelto una prioridad en las agendas, como una de las acciones más importantes que podemos llevar a cabo para mitigar el cambio climático.
Durante los últimos dos años, líderes políticos y de negocios de todo el mundo han impulsado esta consigna con mucha energía, han hecho promesas ambiciosas de plantar millones, miles de millones, billones de nuevos árboles. Y mientras que la Década de las Naciones Unidas para la Restauración de Ecosistemas se prepara para iniciar en 2021, plantar árboles es una prioridad en muchas listas nacionales e internacionales.
En un giro sorprendente del destino (quizás más bien un testimonio en el pequeño mundo de la ciencia sobre turberas), Daniel Murdiyarso, investigador principal del Centro para la Investigación Forestal Internacional (CIFOR), desempeñó un papel, aunque pequeño, en el proyecto en Flow Country de siembra de árboles donde no había antes (aforestación).
Murdiyarso, quien es hoy un reconocido experto internacional en turberas, especialmente en su país de origen, Indonesia, estudió su doctorado en la Universidad de Reading en la década de 1980. Ahí, entre otras cosas, se le asignó la tarea de evaluar la procedencia de la especie de pinos Pinus contorta, para ver cuáles de ellos podrían sobrevivir mejor en Flow Country. El desastroso resultado del proyecto se volvió especialmente evidente para él en el año 2019, cuando participó en una reunión del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) en Edimburgo. “Fuimos a un viaje de campo para ver algunas plantaciones, y el bosque se veía tan triste”, recuerda.
Indonesia cuenta con aproximadamente 22,5 millones de hectáreas de áreas de turberas, y Murdiyarso ha trabajado incansablemente para evitar que quienes desean invertir en donde hay turberas cometan errores similares. Él y sus colegas alientan a los ingenieros forestales a plantar especies nativas en lugar de especies exóticas, y a elegir una mezcla de especies en lugar de monocultivos. Murdiyarso dice que también es importante seleccionar especies que sean adecuadas para el elevado manto freático de estos ecosistemas cuando sea posible, tal como la palma de sagú (Metroxylon sagu) de hojas puntiagudas, un cultivo valioso de exportación y al mismo tiempo fuente de alimento básico local a base de almidones.
Dada la capacidad de almacenamiento de carbono y los valores de biodiversidad de las turberas, también existen ventajas al solo dejarlas ser; aunque Murdiyarso destaca la importancia de crear marcos legales claros que permitan el acceso de la comunidad y la defiendan de invasiones.
“Necesitas que sea un área protegida definida, pero tampoco quieres cercarla”, apunta. “Necesitas permitir que las personas entren y hagan uso, para beneficiarse, sin adueñarse de ellas. Ese es el verdadero desafío”.
En la Cuenca del Congo, en la región conocida como Cuvette Centrale, donde se encuentra el complejo de turberas tropicales más grande del mundo, el desafío de mantener un equilibrio entre la protección y el uso es particularmente apremiante. Ahí, los bosques pantanosos de turberas están extremadamente aislados y hasta el momento se les conserva relativamente intactos.
“Por lo que se trata de mirar la degradación en lugares como Indonesia para tratar de prevenir resultados similares antes de que sucedan”, advirte Greta Dargie, investigadora de la Universidad de Leeds y miembro del grupo de investigadores que mapeó por primera vez la extensión total de la Cuvette Centrale en un estudio publicado en el 2017.
Actualmente, el mayor riesgo para estas turberas es la exploración de hidrocarburos, que podría llevar a drenar o perforar en o alrededor de la Cuvette Centrale, lo cual sería desastroso para la resiliencia y capacidad de almacenamiento de carbono de estos ecosistemas. “Los dos gobiernos (República del Congo y la República Democrática del Congo) han dicho que no quieren degradar las turberas; quieren protegerlas”, sostiene Dargie. “Pero entonces, obviamente, dentro de cada país existen diferentes grupos con diferentes ideas sobre el futuro de su país”, opina la investigadora. “Así que todavía no es claro cuál será la prioridad: preservar las turberas, u optar por ganancias económicas potenciales de otras alternativas de desarrollo”.
Dargie piensa que es posible que la caída en los precios del petróleo, la pandemia del COVID-19 y la falta de infraestructura en la Cuvette Centrale puedan frenar las ambiciones de extracción, al menos temporalmente. Mientras tanto, los investigadores que trabajan desde las altas y frías tierras escocesas hasta los bosques húmedos del Congo continúan esforzándose entre el lodo y los mosquitos para descubrir, evaluar y comunicar lo que estos raros, ricos y delicados ecosistemas nos ofrecen, en tanto que se mantienen lo suficientemente intactos para seguir haciéndolo.
También están explorando qué tipos de plantas se podrían cultivar en las turberas, tanto para ayudar a su restauración como para contribuir a la seguridad alimentaria y a los medios de vida, sin destruir su precario balance de agua y tierra, y sin permitir que en el proceso se escape el carbono en los sitios claves donde se encuentra almacenado.
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