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Por Daniela Daza y Duban Ramirez, GLFx San Rafael, Antioquia
En San Rafael, Antioquia, al noroccidente de Colombia, se está dando una transformación armónica.
Técnicas de construcción de antaño están emergiendo nuevamente para conservar, recuperar y proteger el paisaje al mismo tiempo que permiten el surgimiento de nuevas formas de habitarlo y permanecer en él. Esta forma de construir se conoce como bioconstrucción.
La bioconstrucción, como su nombre indica, es construir para la vida, no sólo para los humanos que habitan la zona, sino también para el árbol que da sombra, el pájaro que canta, la serpiente que pasa, el felino que se esconde y las comunidades que los acompañan.
San Rafael es actualmente líder en el desarrollo de la bioconstrucción y la permacultura en Colombia y América Latina. Aquí se construyen posadas turísticas, hoteles y otros sitios como centros comunitarios basados en los principios de construir con lo que ofrece el entorno natural.
Cuando la gente piensa en materiales tradicionales de bioconstrucción, suele pensar en el bambú y la tierra. Estos materiales se han convertido en los pilares fundamentales de la bioconstrucción.
Un material orgánico muy utilizado para la bioconstrucción en Colombia es un tipo de bambú llamado guadua. Es reconocido por los agricultores como un indicador de las fuentes de agua, ya que suele crece en los bordes de los ríos.
En la sabiduría popular, se dice que «quien siembra Guadua está sembrando agua», en otras palabras, la guadua se utiliza para proteger el agua.
El bambú, a diferencia de los árboles, se puede cortar sin matar la planta. Cada tallo es como una rama de un organismo mayor, y cosecharlo estimula el crecimiento en lugar de detenerlo. Por ello, cortar Guadua es más un acto de poda que de tala, y eso cambia por completo la relación entre el constructor y el bosque.
El bambú también tiene la cualidad de renovarse rápidamente y adaptarse de muchas formas. Con el conocimiento indicado, el bambú puede transformarse en estructuras complejas, bellas y duraderas.
Otro material de construcción común en Colombia es un tipo de palmera llamada palmicho (Prestoea acuminata). Estas palmeras crecen abundantemente en el paisaje, alcanzando alturas de hasta 10 metros y un grosor de hasta 8 centímetros.
El palmicho es resistente, fácil de trabajar, duradero y hermoso. Y al igual que la Guadua, se encuentra en fincas, caminos y bordes de cultivos. Para muchos colombianos, construir con palmicho es construir con lo que ya hay, con lo que forma parte de la memoria del paisaje.
Por otro lado, la tierra, o suelo, es posiblemente el material de construcción más antiguo de la humanidad. Con ella se han construido casas, templos, murallas y ciudades enteras.
La tierra es térmica, acústica, moldeable, accesible y, sobre todo, profundamente simbólica. Construir con tierra es, en muchos sentidos, volver a lo esencial: reconocer que la tierra no sólo nos nutre, sino que también puede cobijarnos.
Con materiales tan maravillosos, la pregunta no debería ser por qué algunas comunidades insisten en construir con ellos, sino más bien por qué tantas otras no lo hacen.
¿Por qué los agricultores ven los materiales orgánicos como símbolos de pobreza? ¿Qué nos ha llevado a rechazar lo que es eficiente y sostenible, en favor de materiales más modernos que a menudo no nos aportan los mismos beneficios, como el aislamiento natural?
La bioconstrucción es una oportunidad para reconciliarnos con nuestro paisaje y vivir, no desde la imposición, sino desde el respeto.
Durante la primera mitad del siglo XX, el mundo se enfrentó a una crisis de salud pública que marcó profundamente nuestra forma de vivir.
La tuberculosis se coló entre los muros húmedos y oscuros de las ciudades, provocando la transformación de la arquitectura. La necesidad de espacios abiertos, bien ventilados y con grandes entradas de luz llevó al desarrollo de un nuevo lenguaje arquitectónico. Fue entonces cuando el vidrio, el metal y el hormigón armado encontraron su lugar.
No eran sólo materiales: eran respuestas. Eran símbolos de salud, apertura y progreso.
Y funcionaron. Se convirtieron en la imagen misma de la modernidad: fachadas brillantes, líneas rectas y torres que desafiaban la gravedad y el tiempo. Pero algo ocurrió en el camino. Lo que antes era una solución sensata a una necesidad real se convirtió en una fórmula repetida, una receta impuesta.
Los materiales dejaron de ser una respuesta para convertirse en una imposición. Y con ellos se fueron sustituyendo métodos de construcción locales centenarios que utilizaban materiales orgánicos. No porque fueran incapaces de adaptarse, pero en lugar de mutar, integrarse o evolucionar para satisfacer los nuevos requisitos de habitabilidad, los métodos de construcción locales quedaron relegados, olvidados e incluso asociados a la pobreza.
Utilizar materiales orgánicos para construir se consideraba entonces arcaico, atrasado. Como si la memoria del paisaje no tuviera ya, en sí misma, siglos de sabiduría acumulada.
Irónicamente, lo que dio vida a esta arquitectura moderna la está matando hoy. El vidrio se utiliza más para decorar que para acercarnos al paisaje; estamos encerrados en torres herméticas que dependen del aire acondicionado para ser habitadas.
El hormigón ya no responde a una única necesidad estructural, sino que es el molde de casi todas las construcciones, independientemente del contexto. Y el metal, con su incuestionable eficacia, ha sido a menudo el sustituto fácil de cualquier otra opción, reemplazándola incluso cuando no es necesario.
Es común que percibamos algunos materiales industriales, como el vidrio y el metal, como algo opuesto a la bioconstrucción. Sin embargo, hay formas de utilizar estos materiales con conciencia y respeto e incluirlos en un tipo de bioconstrucción menos dogmática.
En última instancia, la bioconstrucción no es sólo una técnica; es una forma de estar en el mundo. La bioconstrucción tiene más que ver con cómo construimos que con los materiales con los que lo hacemos.
Si una estructura de cristal permite que entre el sol y produce calor sin electricidad, o si una viga metálica de un edificio antiguo se reutiliza y así se evitan talas de árboles innecesarias, es probable que no estén tan lejos del espíritu de la bioconstrucción.
No es que estos materiales sean enemigos de la bioconstrucción. El problema es que hemos dejado de diseñar teniendo en cuenta el lugar. La facilidad que nos ha proporcionado la tecnología nos ha vuelto perezosos.
¿Para qué pensar en un material adecuado para el clima si puedo instalar un sistema que controle la temperatura? ¿Para qué observar la trayectoria del sol si puedo tener las luces encendidas todo el día? ¿Para qué esforzarme en comprender la estructura de una guadua de bambú si puedo construir paredes de bloques prefabricados que todo el mundo sabe utilizar?
Olvidamos cómo usar lo que ya sabíamos. Y en este olvido, también se pierde una parte de nosotros.
Así que sí, tal vez sea posible hacer bioconstrucciones con hormigón, metal y vidrio. Pero no cuando se imponen al lugar, ni cuando borran su historia o cuando desconectan a las personas de su entorno.
Quizá la pregunta central que debemos tener en mente es: ¿estamos construyendo para la vida o sólo para ocupar espacio?
En ocasiones, deberíamos dejar de usar un material no porque nos haga daño directamente a nosotros, sino porque le hace daño a las formas de vida con las que vivimos.
Por ejemplo, muchas construcciones en San Rafael han dejado de utilizar vidrio debido a los graves riesgos que representa para las aves. En su lugar, ahora hay hospedajes, casas, una escuela, restaurantes, fábricas, templos de yoga y otros espacios hechos con materiales locales.
Sin embargo, la bioconstrucción no consiste sólo en volver a construir únicamente con bambú o tierra. Se trata de pensar más allá de nosotros mismos. Se trata de observar, sentir y de utilizar creativamente los materiales para construir espacios no tóxicos, para crear un sentimiento de cercanía con nuestros entornos naturales.
La bioconstrucción es, ante todo, una pregunta abierta: ¿cómo podemos habitar el mundo sin dañarlo? Y a veces la respuesta es simple: dejar de imponer y empezar a escuchar.
La bioconstrucción va más allá del simple uso de materiales naturales; es una búsqueda del equilibrio, una transformación de la persona que posee y destruye en un guardián que protege y acepta la tierra.
En lugar de imponer estructuras, la bioconstrucción implica entablar un diálogo con el entorno. Esto significa dejar de vernos como los conquistadores de una tierra, sino como habitantes que reconocen los ritmos del lugar y se adaptan a ellos.
Esta visión implica una profunda revisión de nuestra relación con el paisaje, donde la construcción deja de ser una expresión de poder o dominación, para convertirse en un acto de pertenencia, de reciprocidad.
En San Rafael, como en muchos otros lugares, ya se ha iniciado un cambio para abrazar el valor de la bioconstrucción. Esto nos hace preguntarnos: ¿qué significa realmente progreso?
Quizás el progreso no significa algo más nuevo o brillante, sino algo mejor conectado y adaptable. En San Rafael, hemos visto cómo la bioconstrucción con materiales orgánicos puede inspirar una conexión más profunda con nuestro entorno, una mayor participación de la comunidad y una mejor capacidad de adaptación a nuestros climas locales.
¿No es esto el verdadero progreso?
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