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Aunque suene irónico, el racismo medioambiental está muy extendido en una ciudad que alberga más población negra que ningún otro lugar fuera de África.
Salvador, capital del estado brasileño de Bahía, situado en el noreste del país, tiene una población de 2,4 millones de habitantes, el 80% de los cuales se autoidentifican como negros o mestizos.
Pero incluso en esta cuna de la cultura afrobrasileña, las comunidades negras se enfrentan a lo que, según ellos, es racismo medioambiental perpetrado por las instituciones del Estado brasileño.
La ciudad, que fue un importante centro de trata de esclavos en el Atlántico durante la época colonial portuguesa, alberga al menos seis quilombos, comunidades afrobrasileñas fundadas por antiguos esclavos y reconocidas legalmente en la Constitución brasileña.
Estas comunidades luchan contra el Ejército, una refinería de petróleo y un gran complejo industrial, que contaminan las aguas de las que dependen para su supervivencia a través de la pesca y el marisqueo.
En Brasil, como en muchos otros países, las comunidades negras e indígenas se ven afectadas de forma desproporcionada por los peligros medioambientales para la salud.
A menudo, esto se debe a que se ven obligadas a vivir cerca de fuentes de contaminación y residuos tóxicos, como centrales eléctricas, minas, vertederos y grandes carreteras.
El racismo medioambiental son “las injusticias sociales y medioambientales que recaen implacablemente sobre grupos étnicos y poblaciones vulnerables”, escribe Tania Pacheco en un artículo ampliamente referenciado en Brasil.
Más allá de la destrucción del medio ambiente y de los modos de vida, cultura y trabajo de la población, Pacheco añade que estas comunidades también se ven privadas de acceso a servicios básicos como agua potable y saneamiento, salud, empleo y educación de calidad.
De esta manera, el racismo medioambiental opera de forma sistémica, especialmente en los quilombos y las comunidades indígenas.
Según Daiane Batista de Jesus, investigadora de la Universidad Federal de Bahía (UFBA) y oriunda de Alto do Tororó, el racismo ambiental comienza con la elección ―por parte de agentes públicos y privados― de dónde instalar proyectos perjudiciales para el medio ambiente que amenazan la existencia y continuidad de los territorios preservados.
“Siempre nos preguntamos: ¿por qué se nos trata de forma diferente?”, dice Batista. “Optar por no proteger a estas comunidades es una decisión política”.
Alto do Tororó es un quilombo fundado por africanos esclavizados e indígenas tupinambá en el siglo XVIII.
Situado en una estrecha península en el extremo norte de Salvador, entre la bahía de Todos los Santos y la de Aratu, el territorio fue antaño un remanso de tranquilidad.
Batista recuerda que creció oyendo cómo su abuela corría libremente por los manglares, capturando cangrejos en las aguas circundantes.
Pero todo cambió a finales de la década de 1960, cuando se construyó la Base Naval de Aratu, que cercó la comunidad y restringió el acceso a las aguas de ambas bahías.
Desde entonces, el Puerto de Aratu y el Complejo Industrial de Aratu (CIA) ―que incluye una planta química y un astillero― también se han construido en la zona, dejando el quilombo rodeado de infraestructuras altamente contaminantes.
“Nunca viví la realidad de mi abuela, pero echaba de menos lo que ella describía”, dice Batista. “Sentí que me lo habían quitado”.
Fátima Lima es dirigente quilombola y presidenta de la Asociación de Mujeres Akomabu, en Alto do Tororó.
Dice que la comunidad ha perdido cinco “coroas”, zonas en las que tradicionalmente las mujeres recogen marisco. Sólo quedan cuatro, y todas ellas se han secado, con lo cual quedan muy pocos mariscos.
“Nos cercaron, así que ahora vivimos aquí como ganado”, dice.
Lima explica que el aratu (Aratus pisonii) ―una especie de cangrejo que dio nombre a la bahía― ya no se encuentra en la zona, en detrimento de sus 1.500 habitantes.
En la actualidad, el quilombo también está rodeado por dos grandes carreteras, construidas para transportar mercancías agrícolas desde y hacia el puerto. Algunas casas ahora tienen grietas en las paredes debido a las vibraciones causadas por el flujo constante de camiones y otros vehículos.
“Se le arrebató la libertad a la comunidad”, afirma Lima. “Una comunidad que antes era libre de usar la tierra, explorar el bosque y cuidar de los animales y el bosque, ahora está restringida”.
Para Batista, el racismo medioambiental se reduce a una simple cuestión. “Si el puerto de Aratu contribuye tanto al PIB de Bahía, ¿por qué estas comunidades no crecen con él?”, se pregunta.
“Presentamos denuncias, pero nadie viene a ver ni a arreglar nada, porque lo que nos está destruyendo es legal: tienen licencia ambiental”, revela Lima.
“Antes vivíamos de [la pesca y el marisqueo]. Hoy, sólo sobrevivimos, porque lo que ganamos apenas puede mantenernos”.
Frente a la costa de Alto de Tororó se encuentra Ilha de Maré, una isla de la bahía de Todos los Santos donde el 90% de la población es negra o mestiza, más que en ningún otro barrio de Salvador.
La isla no sólo está cerca del puerto de Aratu, sino también de una refinería de petróleo y varias plantas químicas.
Operada anteriormente por la petrolera estatal Petrobras, fue privatizada durante el gobierno de Jair Bolsonaro en 2021 y ahora es propiedad de Mubadala Capital, con sede en los Emiratos Árabes Unidos y parte del fondo soberano de Abu Dhabi.
Aquí, los residentes padecen altas tasas de cáncer, carecen de acceso a saneamiento básico y se enfrentan a la escasez de servicios de salud para tratar alergias y enfermedades relacionadas con la contaminación del agua.
Entre ellas se encuentra la intoxicación por plomo, que tiene graves efectos en los sistemas neurológico, cardiovascular, gastrointestinal y hematológico.
En 2010, un estudio de 116 niños de Ilha de Maré descubrió que el 89% de ellos tenían niveles de plomo en sangre superiores a 10 microgramos por decilitro de sangre (μg/dL), y algunos alcanzaban hasta 19 μg/dL.
En comparación, la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera aceptable hasta 5 mg/dL, mientras que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de EE.UU. subrayan que ningún valor por encima de cero está “libre de todo riesgo”.
Cuando se inauguró el puerto de Aratu en 1975, fue la primera vez que la comunidad vio de cerca la electricidad, aunque no se conectó a la red eléctrica hasta 1980 y el agua corriente no llegó hasta finales de los noventa.
En aquel momento, la líder comunitaria y residente Marizelha Lopes ―cuya nieta era uno de los niños que hicieron parte del estudio― recuerda que su abuelo dijo: “Este es el fin de nuestro pueblo”.
“Hoy vemos que era un profeta”, reflexiona.
El estudio de 2010 descubrió que cuanto mayor era la frecuencia de consumo de pescado y marisco en la dieta de un niño, mayor era la concentración de plomo en su sangre y cabello.
Desde entonces, otro estudio académico ha confirmado altos niveles de contaminación por plomo en el marisco consumido por la comunidad.
La hermana de Lopes, Regina Menezes Lopes, es mariscadora y residente en el quilombo de Bananeiras, en la isla. Desde que se construyeron el puerto y el complejo industrial, ha contado 90 personas que han muerto de cáncer sólo en su quilombo. Ella presentó esas conclusiones en una audiencia pública en la Asamblea Legislativa de Salvador a principios de este año.
“Mueren muchas más mujeres que hombres”, dice con la voz entrecortada. “Antes, la gente vivía más de 100 años y moría de vieja. Ahora perdemos niños por el cáncer”.
“Yo misma perdí a una hermana de cáncer intestinal a los 50 años”, añade.
En 2016, el barrio lloró la muerte de una niña de 12 años con cáncer de huesos. “Al principio le amputaron el brazo, pensando que así se solucionaría. Pero luego encontraron metástasis y no sobrevivió”, cuenta Marizelha Lopes.
También señala que los médicos se negaron a mencionar en el informe médico que la niña vivía cerca de un complejo petroquímico, como había pedido la comunidad.
Reflexionando sobre el racismo medioambiental, Lopes recuerda la relación profunda y ancestral que las comunidades quilombolas mantienen con la tierra. “Si tenemos actividades que dependen de la pesca, entonces también estamos hablando de repercusiones económicas, más allá de la salud”.
“El racismo que sufrimos es institucional y estructural”, afirma. “Los mismos que nos esclavizaron son los que siguen tomando las decisiones equivocadas. Nadie puede sobrevivir sin agua, tierra, comida o cultura. Lo que nos están haciendo es exterminio”.
Gessivalda dos Santos Alves, también mariscadora, ha notado los cambios en Ilha de Maré desde la llegada del polo petroquímico y la industria pesada.
“Antes éramos una isla rica en frutas y pájaros”, dice. “Hoy ya no tenemos esa abundancia”.
Alves cuenta que a menudo se despierta a la mitad de la noche pensando que ha dejado el gas abierto; tal es la fuerza del mal olor que emana del complejo industrial circundante.
“Pero hablamos, hablamos y hablamos, y nadie nos escucha”, lamenta.
Según los líderes quilombolas, el principal escenario para transformar el racismo medioambiental es la esfera política.
Fue con esta agenda ―y una visión ecológica― que Eliete Paraguassu fue elegida para convertirse en la primera mujer quilombola en ocupar el cargo de concejal en Salvador el año pasado.
Nacida y criada en Ilha de Maré, afirma haber sufrido un racismo persistente por parte de sus compañeros concejales.
“Salvador es un gran quilombo”, dice. “Lo que sustenta la ciudad son sus aguas y la pesca”. Aun así, señala que la ciudad todavía no ha creado políticas públicas que tengan en cuenta esta realidad.
“No me quieren aquí dentro [en el Concejo de la ciudad]. La política no está hecha para cuerpos como el mío”, añade.
Para Paraguassu, hablar claro es su herramienta más poderosa en la lucha contra el racismo. Su hija fue uno de los niños del estudio de 2010.
“Ese estudio no hizo sino confirmar lo que ya veníamos denunciando, aunque sin pruebas ni datos oficiales”, explica. “Siempre nos dijeron que sólo con datos podríamos emprender acciones legales”.
Como concejala, ha abogado para que se realicen pruebas epidemiológicas a todos los residentes de Ilha de Maré y que se midan los niveles de metales pesados tanto en el medio ambiente como en el pescado y el marisco de la comunidad.
“Queremos que se descontamine la bahía de Todos los Santos”, afirma. “Somos los guardianes de esta ciudad, y queremos construirla mediante el buen vivir“.
Las comunidades entienden que el problema al que se enfrentan es sistémico, debido en gran parte al racismo.
Por eso, exigen soluciones que van desde reparaciones económicas por la pérdida de sus medios de subsistencia hasta la aplicación de medidas más amplias a nivel federal.
Aun así, Lima reconoce el desequilibrio de poder al que se enfrentan: “Somos peces pequeños luchando contra tiburones”.
Alto do Tororó pide una audiencia pública para que la Marina brasileña tome oficialmente conocimiento de la situación y el gobierno pueda actuar para garantizar la seguridad de la comunidad, evitando más daños a las viviendas locales.
También solicitan indemnizaciones para los mariscadores, que han perdido su principal fuente de ingresos.
En Ilha de Maré, las soluciones propuestas también son sistémicas.
“Queremos que se cree una Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) para investigar las cuestiones relacionadas con la concesión de licencias medioambientales”, afirma Marizelha Lopes. “Todavía no podemos probar nada, pero tenemos fuertes sospechas de que hay irregularidades”.
“También rechazamos este modelo de expansión a costa de la naturaleza”, añade. “No más proyectos de desarrollo, no más pozos petrolíferos. Queremos cero deforestación y detener todo lo que dañe el bosque, los manglares, los ríos y el bosque atlántico”.
Estos activistas locales se enfrentan a todo un sistema: las actividades económicas que rodean a sus comunidades representan una gran parte del PIB de Bahía.
El puerto de Aratu, por ejemplo, manejó más de 6,5 millones de toneladas de carga en 2024, lo que representa el 48% de la actividad portuaria total del Estado.
En mayo, el gobierno federal brasileño anunció un paquete de inversiones récord para el puerto de Aratu y otros dos puertos de Bahía, por un total de 1.500 millones de BRL (272 millones de USD).
Con ello, se espera sextuplicar la capacidad de carga del complejo de Aratu, que pasará de 2 millones a más de 12,5 millones de toneladas anuales. El principal objetivo es exportar de forma más eficiente la producción de granos de Bahía.
Mientras tanto, la refinería cercana a Ilha de Maré representa ahora el 17% de los ingresos fiscales del Estado de Bahía y el 10% del PIB del Estado.
“Creen que el PIB es más importante que el modo de vida de una comunidad tradicional”, reflexiona Batista.
Para ella, eliminar un puerto es una cuestión compleja cuando está en juego el propio modelo de desarrollo actual.
“Es como si vieran a la comunidad como un lastre para el progreso de Bahía: como ignorante, atrasada, un lugar de no desarrollo. Así que, al final, se enfrentan dos modelos muy diferentes”.
Estos conflictos afectan a las autoridades federales, estatales y municipales, así como a agentes privados. El Ministerio de Igualdad Racial (MIR) afirma que no puede hablar en nombre del gobierno brasileño en su conjunto sobre este asunto.
“Aun así, con el tiempo, hemos llegado a comprender que la mejor manera de crear políticas públicas impactantes es escuchando y construyendo soluciones a través del diálogo”, afirma Ronaldo dos Santos, Secretario de Políticas para Quilombolas, Pueblos y Comunidades Tradicionales Afrodescendientes, Religiones Afrobrasileñas y Gitanos del MIR.
El secretario señala las políticas nacionales e internacionales desarrolladas por su ministerio y subraya que esta agenda debe abordarse mediante la cooperación constante con otros organismos gubernamentales.
A pesar del desalentador panorama a nivel general, las comunidades no tienen la intención de marcharse. En cambio, están explorando formas de dar visibilidad a su lucha.
En Alto do Tororó, la comunidad está recuperando tradiciones que se habían desvanecido en las últimas décadas, como la Fiesta de los Mariscadores y Pescadores.
Adoptar una postura pública contra los “tiburones” también puede tener un precio. Brasil sigue siendo el segundo país más mortífero del mundo para los defensores de la tierra, y un amigo de Lima, el líder quilombola Bernadete Pacífico, fue asesinado en 2023.
Aun así, Lima no se inmuta.
“No le tengo miedo a la lucha”, dice. “Tengo miedo de perder mi esencia”.
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La transición verde está dejando atrás a las comunidades y creando zonas de sacrificio verdes. Entiende cómo podemos garantizar una transición justa.
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