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Cuando los silvicultores trataron de plantar por primera vez el no nativo Pinus radiata en el hemisferio sur, los árboles no crecieron hasta que a alguien se le ocurrió llevar un puñado de tierra del entorno nativo. “No lo sabían entonces, pero estaban reintroduciendo las esporas de los hongos que estos árboles necesitan para establecerse”, explica Colin Averill, ecólogo de Crowther Lab. “Cuando plantamos árboles, rara vez ‘plantamos’ el microbioma del suelo. Pero si lo hacemos, realmente podemos acelerar el proceso de restauración”.
El proceso de restauración se ha convertido en una de las misiones más urgentes para la humanidad. Sabemos que, para frenar el calentamiento global necesitamos descarbonizar nuestra economía y comenzar a eliminar el carbono de la atmósfera, y en gran medida hemos estado buscando formas de hacerlo mediante tecnologías de emisiones negativas y programas de plantación de árboles.
Pero solo recientemente se ha prestado más atención a otra importante herramienta potencial para capturar el carbono: el mismo suelo. Un asombroso 80 % del carbono almacenado en los ecosistemas terrestres se almacena bajo tierra. Según la Iniciativa “4 por 1000”, un aumento modesto y viable del 0,4 % en el carbono del suelo podría ser suficiente para detener el aumento de dióxido de carbono en la atmósfera.
Por ello, los científicos están comenzando a cambiar el discurso en torno al suelo y a dedicar más investigación a esta parte esencial de los ecosistemas. En palabras de Toby Kiers, una bióloga evolutiva de la Vrije Universiteit Amsterdam que investiga los patrones de intercambio subterráneo, “Estamos dándole la vuelta a este ‘fitocentrismo’. Lo que se ve por encima del suelo es solo un detalle de lo que está sucediendo bajo tierra”.
Así como la microbiota de nuestro intestino digiere los alimentos, combate las infecciones e incluso nos hace felices, ahora estamos aprendiendo que la microbiota del suelo tiene un papel protagónico similar para las plantas: Bienvenidos al maravilloso mundo de los microbiomas del suelo.
La mayoría de las personas se imaginan que las raíces de los árboles o de las plantas se entierran en el suelo y absorben los nutrientes, pero eso no es lo que sucede en realidad. Más bien, las raíces de la mayoría de las plantas entran en una relación simbiótica con los hongos micorrícicos, y son estos los que se entierran en el suelo, descomponen sus nutrientes y los envían de vuelta al árbol o planta. Pero no lo hacen de manera gratuita: su pago es el carbono que es fotosintetizado por la planta, y el cual los hongos utilizan para hacer crecer sus redes.
“Los hongos dependen tanto de la planta para la obtención de carbono que hasta se podría decir que esto genera un desequilibrio de poder en favor de la planta, pero yo no estaría tan segura”, dice Kiers. “Los hongos pueden controlar el mecanismo de absorción de nutrientes de la planta y hacerla completamente dependiente de ellos para [obtener] sus nutrientes”.
“Necesitamos centrarnos en entender esas dinámicas y dejar de ver a las micorrizas como conductos pasivos y [empezar a verlas] más como actores poderosos que toman las decisiones”, dice.
Kiers y su equipo estudian las relaciones de intercambio entre los hongos micorrízicos y sus plantas huéspedes y han notado que algunos hongos hacen mejores “tratos” que otros: son más tacaños con su fósforo y nitrógeno y extraen un mayor “precio” de carbono de las plantas. Si los científicos lograran descubrir las condiciones “económicas” perfectas para hacer más “costosos” los nutrientes, el potencial para aumentar el almacenamiento de carbono subterráneo sería enorme.
Pero Kiers es cauta al respecto: “No soy quién para sugerir que debamos alterar la naturaleza, pero, como uno puede imaginar, este sistema podría incrementarse de tal manera que las plantas tengan que ser más generosas con su carbono y, por lo tanto, haya una captura mucho mayor de carbono”.
Actualmente, las redes micorrícicas arbusculares de todo el mundo capturan alrededor de 5000 millones de toneladas de carbono por año, lo que equivale a las emisiones anuales de carbono de la Unión Europea y Rusia juntos. Para Kiers, el desafío es claro: “La gran pregunta en mi campo es: ¿hasta qué escala podemos elevar esto?”.
En este video, filmado en el laboratorio de Kiers, se muestra el flujo de nutrientes de una pequeña porción de una red de hifas: cada “tubería” tiene aproximadamente la mitad del diámetro de un hilo de algodón.
“El flujo dentro de estas redes de tuberías abiertas se mueve con rapidez y en patrones realmente complejos”, dice Kiers. “Estamos tratando de entender qué es lo que sucede en estas redes subterráneas y si podemos controlar los flujos. ¿Podemos hacer que se aceleren? ¿Podemos hacer que vayan más en una [determinada] dirección, para que las plantas obtengan más nutrientes? Estas decisiones y estrategias del hongo a microescala tendrán enormes efectos a nivel del ecosistema”.
En solo una cucharada de suelo forestal hay millones de hifas, estratificadas en redes casi insondablemente complejas. Debido al gran tamaño de las redes micorrícicas mundiales, incluso un aumento minúsculo en la reducción de carbono del suelo podría tener un impacto general enorme.
Kiers y su equipo están desarrollando un robot de imágenes que puede seguir 40 redes en simultáneo, pero el problema, como siempre, es cómo tomar estos descubrimientos realizados en el laboratorio y traducirlos para llevarlos al nivel del ecosistema.
Una de las formas en que podríamos incrementar la cantidad de carbono en nuestros suelos es transformando las tierras agrícolas en bosques o sotobosques. Pero cuando un campo ha sido cultivado durante décadas, para esta transformación se requiere más que un simple puñado de semillas. ¿Recuerdan lo que sucedió cuando los silvicultores trataron de trasplantar Pinus radiata al hemisferio sur? Diferentes especies de plantas forman asociaciones simbióticas con diferentes especies de hongos.
El problema de la reforestación de los campos arables no es necesariamente que la tierra esté agotada. En gran parte de Europa, China y los Estados Unidos, debido al uso extensivo de fertilizantes, el suelo suele ser relativamente rico en nutrientes. Sin embargo, décadas de arado destruyen las redes de hifas subterráneas, cuya importancia es crucial. Como resultado, estas redes de micorrícicas dañadas solo pueden sostener plantas de sucesión temprana: es decir, maleza.
La maleza no es reconocida por promover la biodiversidad o la captura de carbono. Son las plantas de sucesión tardía, como las que se encuentran en sotobosques o bosques maduros, las que están asociadas con una rica variedad de especies y una mayor captura de carbono. Con el tiempo, las comunidades de hongos y plantas de antiguas tierras agrícolas avanzan gradualmente a lo largo de la secuencia sucesional. A medida que los hongos subterráneos se diversifican, también lo hacen las especies que se encuentran por encima del suelo, y la tierra de cultivo pasa lentamente de un matorral lleno de maleza a un sotobosque o bosque maduro.
Sin embargo, Jasper Wubs, un ecólogo que trabaja en agroecosistemas sostenibles en ETH Zürich, explica que esta secuencia sucesional puede tomar 30 años o más. Al comienzo de su investigación sobre este tema, Wubs se preguntó si había alguna manera de acelerar la transición de un campo arado a un ecosistema próspero mediante la introducción de hongos de paisajes más maduros. “Pensamos, ¿qué pasa si inoculamos el suelo con microbios de la última etapa y nos saltamos todo el proceso?”.
En 2006, Wubs y sus colaboradores iniciaron un experimento de campo en antiguas tierras de cultivo en los Países Bajos. Recolectaron dos muestras de suelo diferentes de tierras en etapas avanzadas de la secuencia sucesional: una de un brezal seco de varios siglos de antigüedad y otra de un pastizal restaurado 24 años antes. En total, el equipo inoculó cuatro parcelas diferentes en el campo, simplemente esparciendo una capa delgada de inóculos de suelo maduro, ya sea directamente sobre la capa superior del suelo o sobre la tierra después de eliminar la capa superficial rica en fertilizantes.
Seis años después, Wubs regresó para averiguar qué había sucedido. El estudio resultante, publicado en 2016, encontró que la inoculación no solo había acelerado la restauración del ecosistema, saltándose la fase de maleza, sino que también había dirigido a la comunidad de plantas hacia especies de brezales o pastizales, dependiendo de del origen de los inóculos del suelo.
“Estos experimentos muestran que los microbios ayudan a determinar la aptitud de diferentes especies y su capacidad competitiva relativa, y eso determina el tipo de vegetación”, dice Wubs. “Realmente no es posible saltarse 30 años, pero sí llegar a un punto de sucesión mucho más interesante con bastante rapidez”.
Colin Averill, investigador inspirado por la historia de los Pinus radiata, es un ecólogo microbiano, micorrícico y de ecosistemas en el Crowther Lab, alojado en ETH Zürich. En un estudio que está actualmente en etapa de revisión, Averill formó parte del equipo de Crowther Lab que utilizó la secuenciación de ADN de comunidades de hongos en cientos de parcelas de monitoreo forestal para desentrañar la contribución de los microbiomas del suelo al crecimiento de los árboles. Averill resume lo que sucedió: “Identificamos hongos que están relacionados con un aumento de tres veces en la tasa de crecimiento de los árboles, trajimos estos hongos al laboratorio y repetimos sus efectos en plántulas”.
Actualmente, Averill está aplicando este conocimiento en dos ensayos aleatorios controlados de reforestación: uno en Gales, en colaboración con The Carbon Community, y otro en la Península de Yucatán en México, en colaboración con la organización de plantación de árboles Plant for the Planet. En síntesis, este nuevo estudio analiza cómo la composición de las comunidades de hongos puede afectar el funcionamiento de bosques enteros, tal como predijeron Toby Kiers y Jasper Wubs.
Las nueve hectáreas donde se desarrolla el experimento de campo en Gales son pastos que han sido utilizados durante siglos para pastoreo. “Sabemos por la secuenciación del ADN que las comunidades microbianas en estos paisajes agrícolas no se parecen en nada a las de los bosques intactos”, explica Averill. “Tenemos muchas razones para creer que la inoculación activa de esta tierra con comunidades microbianas del suelo realmente podría mejorar la recuperación de los bosques”.
“Se puede pensar en [este experimento] como un ensayo aleatorio controlado de fármacos”, dice. “La mitad de los árboles recibe una ‘dosis placebo’ de suelo del mismo sitio en el que los estamos plantando, y la [otra] mitad recibe una ‘dosis de tratamiento’ de suelo de un antiguo bosque cercano”.
Los árboles se plantarán en Gales esta primavera (boreal) y un equipo de investigadores se encargará de monitorear el crecimiento de los árboles, la captura de carbono y, lo más importante, la tasa de supervivencia de los árboles. Por ejemplo, en 2019, Etiopía acaparó titulares de medios cuando sus ciudadanos plantaron 353 millones de plántulas en un solo día como parte del proyecto “Green Legacy” del primer ministro Abiy Ahmed. Pero todo ese trabajo duro puede resultar inútil si las plántulas no prosperan debido a la pobreza del suelo.
“Hay fuertes razones para creer que a los árboles [en proyectos fallidos de plantación] les pueden estar faltando sus socios microbianos, en especial cuando se plantan en antiguos paisajes agrícolas degradados”, explica Averill. “Muchos árboles no pueden establecerse en la naturaleza si no cuentan con sus socios simbióticos”.
Los científicos de todo el mundo se están apresurando en explorar la biodiversidad de microbiomas del suelo, y han encontrado microorganismos que brindan poderes notables a las plantas. En 2018, por ejemplo, un equipo de la Universidad de Texas inoculó pasto varilla con hongos más tolerantes al estrés, lo que hizo a la planta más resistente a las sequías.
“Los hongos son realmente valiosos: casi todos nuestros antibióticos provienen de los hongos del suelo”, dice Averill. “Pero también representan una enorme biodiversidad química [que se aprecia] en la forma en que diferentes organismos resuelven problemas”.
Con cada nuevo descubrimiento, se hace cada vez más evidente que estamos ignorando los microbiomas del suelo a nuestra cuenta y riesgo. Las actividades del ser humano ya han producido un impacto considerable en nuestro sumidero de carbono subterráneo. Un estudio de 2018 estimó que el pastoreo y las tierras de cultivo hacen que nuestros suelos almacenen 133 000 millones de toneladas de carbono menos que lo que almacenarían en un mundo sin agricultura.
“¿Qué pasa si la temperatura del suelo aumenta?”, pregunta Kiers. “Tal vez los hongos puedan sobrevivir, pero si los flujos de nutrientes dentro de las redes micorrícicas disminuyen, así sea levemente, eso tendrá importantes impactos en los niveles superiores del ecosistema”.
Pero si los científicos y los agricultores colaboran para inclinar el equilibrio de los flujos de nutrientes a favor de la captura de carbono, tal vez podamos frenar los efectos del cambio climático. “Casi nunca hablamos de la conservación de comunidades microbianas, pero son un componente enorme de cualquier ecosistema”, dice Averill. “Realmente no sabemos lo que estamos perdiendo”. La crisis de un planeta que se está calentando con rapidez requiere de soluciones ingeniosas a los problemas. Y tal vez podamos encontrarlas en el suelo bajo nuestros pies.
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